Hace muchos años, en una clase en la Universidad, escuché la anécdota del hipopótamo Felipe; me impresionó tanto que se me quedó grabada. Muchos, alguna vez, tuvimos o hemos tenido algún parecido con ‘Felipe’.
Por Elena Belletich Ruiz. 06 septiembre, 2016.
Hace poco, tuve la oportunidad de volver a escuchar una clase (aunque solo pude estar en la primera hora) de la profesora que nos contó (y, a varias promociones anteriores y posteriores a la mía) la ‘historia’ de Felipe. Hablo de la doctora Carmela Aspíllaga Pazos, periodista y educadora, un icono en la historia de las facultades de Comunicación y Ciencias de la Educación. Precisamente, por las celebraciones de 30 años de esta última estuvo en la Universidad de Piura.
Bueno, pero cuál es la dichosa anécdota; era más o menos así, según recuerdo: “en el zoológico del pueblo había un hipopótamo adulto, que era la mejor atracción del lugar. Niños jóvenes y adultos disfrutaban muchísimo al verlo; les parecía maravilloso. Todos querían darle algo de comer. Pero, al ver fascinados cómo Felipe engullía todo lo que le daban, le tiraban envases de galletas, de gaseosas y todo cuanto se les ocurría. Felipe insaciable, mantenía la boca bien abierta y devoraba todo, hasta que enfermó y murió”.
Con aquel ejemplo, la profesora nos hizo ver que muchas veces nos comportamos como el hipopótamo: al devorar todo lo que nos traen las nuevas corrientes, los medios, la tecnología, o todas las teorías, las modas, lo que nos digan, etc., sin reflexionar si es bueno o no; si es saludable o dañino; si es positivo o negativo, si enaltece o degrada, renunciando por completo a nuestra capacidad de discernimiento, reflexión y elección del bien.
Recordé la anécdota en esta clase, y en muchas otras oportunidades durante estas décadas. ¡Y no pasa de moda!, sigue habiendo ‘felipes’ por doquier; y a veces nosotros mismos lo somos. Lo importante es reaccionar y darnos cuenta de que somos personas con inteligencia y voluntad, a las que no se nos puede vender ‘vacasaurios’.
Esta vez, el tema de la sesión fue otro, pero muy relacionado al anterior. Habló sobre cómo entender el mundo de hoy, los valores y la identidad de los profesores; y hacia dónde se debe apuntar hoy, en la educación.
Empezando por la conclusión, dijo que en la carta de identidad del profesor debe estar el amor, que no es otra cosa que ‘amar las potencialidades de los alumnos. Ese amor que lleva a ver a cada persona en sus circunstancias, en su alma, en su vida. Que te lleva a querer hacer que tus alumnos sean mejores personas. En resumen: ese amor hace que veamos lo que nuestros alumnos pueden llegar a ser”, dijo.
El vacasaurio
Refirió que hoy más que nunca, frente al relativismo y lo que este trae, hacen falta esta clase de maestros, con capacidad de entrega, de donación que formen bien. Lamentó que actualmente la verdad no interese a muchos y que esté imperando el mundo de los pareceres donde todo se reduce a opiniones y donde se cree que todo es negociable.
“Hay que defender la verdad, porque esta es solo una. No existe mi verdad, tu verdad, su verdad”, dijo. Es esto lo que origina lo que ella denomina el ‘vacasaurio’, resultado de una discusión entre un niño y un adulto de si una figura determinada es la de una vaca o de un dinosaurio. Al final de la polémica, ambas posiciones triunfan: ¡es un vacasaurio! Las dos personas han renunciado a la verdad, que es la manifestación del ser; porque la verdad está en el ser de las cosas, no en los pareceres, explica.
Y es que, asevera la educadora, “el relativismo existe para vivir más cómodos, con nuestra verdad relativamente lógica, y todo se lleva al terreno de lo opinable, como decía el Papa Juan Pablo II”. Señala que este relativismo es producto de un “coctel molotov, que entorpece la inteligencia y convierte el mal en algo deseable. Los ingredientes de este cóctel son la soberbia, la ignorancia y las pasiones”.
Los resultados
En este punto, ya casi se puede deducir cuáles son las consecuencias del relativismo. “Si todo es relativo, todo está permitido; entonces hago lo que se me da la gana y yo decido según mis pareceres”, así llegamos al permisivismo, que campea en los hogares, en las instituciones.
Y, si puedo hacer lo que me da la gana caeré en el libertinaje, pues no habrá límites ni vínculos. Sin embargo, no nos percatamos de que la verdadera libertad no está en hacer lo que quiero sino en querer lo que debo porque me da la gana, dice Aspíllaga.
Ese libertinaje, afán de independencia de todo, es lo que produce hombres sin fe, sin amor (por tanto sin familia), sin trabajo que dote de sentido su vida y lo ayude a autorrealizarse, sin patria en la que pueda hundir sus raíces, señala Aspíllaga Pazos. Un grado así de independencia es nada más ni nada menos que la ‘libertad animal’. La libertad del hombre, en cambio, se ordena a la elección del bien verdadero; está vinculada a la inteligencia y a la voluntad; la libertad encuentra su grandeza en la capacidad para asumir vínculos y límites.
Otros dos males del relativismo son: “el hedonismo o la cultura del placer, se ve a este como fin; no existe el sentido del sacrificio; solo importa pasársela bien; hacer lo que me gusta; cumplir mis antojos…” Y, el consumismo, “porque, bajo esa lógica, consumo lo que me da placer; compro lo que me gusta, aunque no sea útil ni necesario”; importa la ‘tenencia, las marcas’ se vive con la idea de ‘tanto tienes, tanto vales’, anota la docente.
¿Hacia dónde apuntar?
A los maestros les corresponde un gran papel en esa búsqueda de la verdad; deben enseñarla y darla a conocer; y a poner los valores en alza. Carmela Aspíllaga exhortó a los profesores de la Facultad de Ciencias de la Educación y a los futuros educadores a “dejar huella en el aula. No pasen por ella sin pena ni gloria. Recuerden que lo importante es lo que los alumnos pueden llegar a ser gracias a la educación. No importa cómo llegan a las aulas sino como salen de ellas.
Dijo que deben apuntar siempre y ante todo a la verdad, a amarla, respetarla y cuidarla; apuntar hacia el bien que está en el terreno de la ética y del deber ser, no en la ‘ley de las ganas’, y hacia la libertad que tiene la disciplina de la verdad y es la capacidad de elegir el bien verdadero porque me da la gana.
(Artículo publicado en el suplemento Semana del diario El Tiempo. 4/09/2016).